Epílogo: Mirar la vida

El Chorrillo, 1 de octubre

Mirar la vida, atender a las telarañas del cerebro, como decía Thoreau, pasar el plumero sobre su moblaje mientras la brisa riza las aguas del lago. Hacer limpieza en el mágico interior de la cabaña junto al lago, entretenerse con el jolgorio de los pájaros y dejar pasar las estaciones. Este era el punto de partida hace un rato antes de terminar de ver Campanadas a medianoche, de Orson Wells; pero tras la actuación de Wells y las siempre amedrentadoras palabras de Shakespeare, apenas cabe otra cosa que marcharse a la cama y dejar las ganas de escribir para otro momento. Shakespeare deja todo tan pequeño a su alrededor, nos convierte tan en miserables y pretensiosos gusanos que más que estimarle por su arte deberíamos odiarle por hacernos sentirnos tan pequeños y mediocres. Interrumpir la escritura con textos de esta magnitud evidentemente es un error que inhibe una parte importante del propio discurso, obligándonos a revisar de arriba a abajo la pobreza de lo poco que uno es capaz de escribir. De todos modos la noche es hermosa y el grigrí de los grillos y la oscuridad que viene de parcela, asalvajada y descuidada, y más hermosa por tanto, animan a escribir algunas líneas antes de irse a la cama.

Una amiga mía que me odia -eso dice ella- (aunque de hacer caso a aquello que leí no recientemente en algún lugar: You can’t hate somebody so violently unless a part of you also loves it, podría pensarse otra cosa), y a la que yo estimo mucho más de lo que ella se piensa, me escribe no hace mucho para decirme que soy un enamorado de mí mismo (y para no quedarse corta, añade que soy prepotente, creído y sobrado). Así que aunque la noche sea hermosa y propicia a la soledad y la escritura, después de la película y de estas últimas palabras poco parece que vaya a poder quedar de mi autoestima para poder alargar la noche con un poco de escritura, esa pequeña debilidad que a veces le ayuda a uno a estar no sólo más despierto, sino a llevar adelante tanto los malos momentos como la presión de los buenos que pugnan por expresarse a través de la escritura.

Mi último post, el que daba por finalizado el viaje, terminó de una manera tan abrupta y breve que me dejó el mal sabor de boca de cosa inconclusa; un larguísimo peregrinar por el mundo no podía terminar así, me decía; pero es que no encontraba ánimo tampoco para otra cosa. De golpe me sentí en otra dimensión; lo que preveía sucedió; ahora sería diferente, tendría que esperar para volver a retomar algún tema. Y así, hoy, después de mi vuelta a mis hábitos de hamaca tras la comida, hice lo que tantas y tantas veces: nada. Funciona en ocasiones; el simple hecho de mirar la vida desde lo alto de la hamaca, sin otra pretensión que contemplarla, trae calor al cuerpo, alivia las penas o pone a mi ánimo en disposición de hacer algo productivo.

La verdad es que es una pena no dedicar tiempo suficiente a mirar la vida. Miramos el campo, el paisaje que atravesamos, un atardecer, el mar, el periódico, la gente, pero quizás no miramos con tanta atención y gratuidad la propia vida. Yo últimamente tengo inclinación a mirar la vida desde que despierto hasta que me acuesto. Y según pasan los años esto parece querer ocurrir con mayor frecuencia. Alan Watts prefiere el término contemplación al de meditación para esos estados en que mediante la anulación de los pensamientos interpelativos intentamos acercarnos a la realidad por una vía más intuitiva; un término que hace justicia al hecho de mirar la realidad, el mundo, como si se tratara de nubes de verano moviéndose sobre el horizonte; pura contemplación.

Mirar las piezas de ajedrez repartidas por el tablero después de algún tiempo de comenzada la partida, puede ser un acto de reflexión sobre la evolución del juego, así como de las posibilidades de triunfo que cada contrincantes puede tener. Un ejercicio de análisis del que los expertos sabrán hacer uso para conducir a buen fin el juego. Con las cosas de la vida podemos hacer algo parecido; conviene hacerlo; sin embargo la complejidad puede ser tal como para hacer imposible tener en cuenta un número suficiente de aspectos, aparte de que en el juego estén interviniendo constantemente un enorme número de piezas de las que o desconocemos su existencia o no sabemos el modo o la importancia en que éstas participan en ese inmenso tablero que se juega en nuestro cerebro. La complejidad, la numerosas instancias en juego, el color de la emociones y los sentimientos, las expectativas, esos cofrades que aparecen omnipresentes en el paisaje: la muerte, el amor, el tránsito del tiempo, hace enrevesado llegar a conclusiones prácticas.

¿Qué haré mañana?, me digo, ¿habré realmente de dedicar tiempo a leer, por ejemplo, el periódico?, ¿volveré a éstas o las otras actividades abandonadas allá en el punto en que emprendí un largo viaje? ¿En qué ha de consistir vivir ahora, tras este largo semestre, cuando el tiempo, la práctica totalidad del día está a tu disposición? Una encrucijada que sirve de ejemplo para recordarnos que ante la ausencia de sentido de la vida, no siempre los caminos son fáciles o evidentes. Shakespeare pintó algunas de las pasiones humanas con una fuerza tal de hacernos creer que esas pasiones eran la sustancia entera de la vida, Ricardo III, Enrique IV, el príncipe de Gales de la película de Wells, Mackbel, Yago, pero no, estas realidades expresan sólo una parte importante del todo, la que anima las comedias y las tragedias; no necesariamente la pasión del poder, el dinero y la gloria son o deben ser la sustancia de la vida. Si, además, junto a eso nos deshacemos de los dioses y de la necesidad de ganar un paraíso, el mundo se sigue simplificando, andamos cercano el abismo. Y si no tienes que trabajar para ganar un salario, quizás estemos rodando hacia un peligro mayor... ¿Hacia donde? Para algunos hacia el vacío del aburrimiento letal, para otros quizás hacia el descubrimiento de eso que podemos llamar mirar la vida, un gozo permanente que puede consistir en hacer absolutamente nada que no sea otra cosa que vivir y contemplar tu vida y lo que te rodea, eso que mi querida amiga estima como tan maligno y digno de reprobación.

Mirar la vida. Todos sabemos lo que es eso y conocemos que no bastaría nombrar un centenar de aspectos o circunstancias que pueden hacer referencia a ella, porque la vida lo es todo. La vida personal, naturalmente, no la de los periódicos, ni eso que llamamos la biografía de cada uno. Despertar y no salir pitando hacia el cuarto de baño, el desayuno, el cepillo de dientes, las obligaciones de cada día; despertar y quedar balanceándose en la mañana haciéndole compañía a las sensaciones que abren también los ojos con el nuevo día, dejarles espacio para manifestarse, para del brazo con los recuerdos, con las personas o las circunstancias que nos visitan, salir a pasear la mañana antes de que llegue la hora del desayuno.

Hablo simplemente en voz alta y tan metafóricamente como se quiera. También me pregunto si será buena tanta holganza, que parece holganza; si uno debe realmente estar siempre rodeado de actividad, o si por el contrario debe dar rienda suelta a esta reiterada recurrencia a la contemplación que aparece de tanto en tanto en mi paisaje diario. Y recuerdo a los viejos de Azorín contemplando desde la baranda el campo, a aquellos cientos de hombres que cada mañana aparecen sentados en posición loto en las gradas de Varanasi junto a las aguas parsimoniosas del Ganges, haciendo nada, contemplando acaso la corriente del gran río, mecidos por el hálito de aquellos dioses milenarios tan controvertidos y primitivos. La primera vez que asistí a aquel espectáculo desde el centro del gran río, la barca en la que iba se mecía blandamente sobre la gran estela que el sol tendía al amanecer sobre el Ganges. Junto a la hoguera que lavaba con sus llamas el cadáver de un anciano, otros hombres meditaban de cara al sol con los ojos cerrados.

Mirar la vida. Aquella gente miraba la existencia a su manera, y lo hacían frente al paso del gran río, la mejor metáfora de la vida que se ha inventado. Un epílogo para un largo viaje y quizás una de las mejores enseñanzas que cabe sacar de un largo periplo por el mundo. La vida y el mundo como espectáculo, como hecho observable, como materia de contemplación.

Fin de viaje

.Mi viaje ha terminado. A última hora me sentí muy cansado, afuera llovía intensamente mientras mi autobús daba vueltas por las montañas camino de Tirana. Ya tuve un ramalazo similar la pasada semana. Este fue más fuerte. Así que regreso.

A otra cosa ahora. Quizás tenga que librarme un poco del peso diario de esta escritura.

Hoy fue la dicha de despertarme en mi casa, acaso uno de los mejores regalos de mi viaje, éste en el que todos estamos desde que nacemos. Amanecí entre cantos de pájaros que me daban los buenos días desde las ramas de los árboles de nuestra parcela. Sí, quiero creer que es un día más de viaje, el deseo de querer estar dentro de esa inquietud de mirar a mi alrededor como si el mundo fuera algo nuevo todos los días, un mundo que existía ayer pero en el que hoy tengo que volver a redescubrir ese algo que suscita mi emoción, que deja mi ánimo a la expectativa de un día de comienza. Seguiré, imagino, trabajando más adelante en los otros blogs, en Pies de foto especialmente.

Gracias a todos los que habéis seguido mi viaje a través de estos blogs.

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Tierra de vampiros

Gjirokaster (Albania), 24 de septiembre

Vine a esta ciudad porque prometía, según la guía, ser tierra de vampiros y seres similares, pero me parece que en tanto la niebla y el tétrico andamiaje de invierno a que nos tiene acostumbrados las películas de terror, no haga acto de presencia, esto no va a adquirir la credibilidad debida. La verdad es que lo que buscaba eran los rastros de las películas de Dreyer, Vampyr, de los años treinta, y la de Wegener, El Golem, de 1915 que vi el pasado invierno cuando empecé a aproximarme a la historia del cine; aquel terrorífico castillo entre las montañas que habitaba un ser de negro y estirado de aspecto inquietante. O acaso alguna escena de aquella otra película de Polansky, Búscame ese vampiro, creo que se titulaba. Y espero no estar muy despistado, que uno lo es y mucho... pues ¿no pillaba por aquí la Transilvania? ¿o acaso aquello anda más al norte, por Rumanía?

De todos modos espero no necesitar las ristras de ajos para lo que me queda del viaje por estas montañas. Está claro que no siempre llueve cuando quieres; porque hoy no querría este calor todavía de verano, que lo que hoy necesitaría serían nubarrones y nieblas bajas con que poder alimentar mi cámara que busca en los paisajes que atravieso ahora los rastros de alguna lectura o película. Una tarea complicada esa la de que el tiempo y las estaciones bailen al ritmo de la batuta que tú les marques; por ello, esos días de más adelante, en que me he prometido, como Quique, cruzar el Adriático en barco, para llegar a Venecia y tratar así de recuperar el clímax que vivía Aschenbach, el personaje de Visconti, en Muerte en Veneci, intentaré que sean ya días de otoño pleno. Todos mis viajes a Venecia fueron viajes de verano; muchos y siempre llenos de sorpresas y de bellos rincones, especialmente uno que derivó, tras vaciar alguna botella de la excelente biblioteca de nuestro amigo Bertino de Brescia (biblioteca, eso decía él), en una fiesta de la que cuando despertamos en el aparcamiento antiguo, entonces un prado, nuestros entonces churumbeles nos miraban con ojos de asombro (cosas que tampoco ellos recordarán de nuestros largos viajes veraniegos; ¿a que no, Gorda?); siempre, y en esas circunstancias más, Venecia un paraíso de fachadas para mi cámara. En esta ocasión será otoño y trataré de llegar a ella viendo asomarse en la lejanía, sobre un mar cargado de nostalgia, la ciudad que pinté, sin conocerla así, en mi novela Verano. Precisamente mi personaje de entonces, Berta, que se había largado con un novio ocasional a aquella ciudad, decide su vuelta a Madrid en medio de un aguacero mientras busca cobijo a la altura del puente de Rialto. Carajo, se fue la luz. Advertían en la guía de hospedarse en hoteles con generadores, pero lo olvidé. A seguir con el boli, toca.

Las ciudades, como todas las cosas, hay que conocerlas en su salsa, y de la misma manera que en el contrato con su productora, Buster Keaton se comprometía a no reír en público, según cuenta Ramán Gubern, las ciudades que visitamos deberían estar prontas a presentarse ante nosotros de acuerdo a la imagen que guardamos de ellas: niebla londinense, claro está, en la ciudad inglesa para que perfil de los personajes, de Sheerlock Holmes, así como para su pipa y su gorro de paño a cuadros; mañana de amanecer frío cargado de expectativas para la Venecia de Visconti; tarde de sol y palomas blancas para el Sacré Coeur de París; sol de final de tarde también en el Bósforo que dibuje en el cielo los minaretes de la Gran Mezquita Azul sobre el cielo, en Estambul... Mucho pedir, claro.

Así que aquí, en lugar de sonidos de cadenas y chirriar de puertas en la noche, lo que hay, sí, es el prosaico y molesto sonido de los cláxones y motores entrando por el ventanal de mi habitación. Soñamos con algunos lugares, pero acostumbramos a vestirlos excesivamente adaptados a nuestros gustos, aunque a veces el encuentro, como les sucedió a Rosa y a Guille cuando aterrizaron en Nueva York este verano, todo fuera un cumplido encuentro con el cine, con el jazz, con la pintura, que ellos habían esperado. De todos modos, esa dichosa costumbre universal de adornar el pasado, las expectativas, los paisajes, y, donde simplemente había esforzados guerreros, pintar héroes y semidioses; o donde sólo había un pellejo de borrego, inventar un Vellocinio de Oro que lleve a los Argonautas a emprender viajes sin cuento; o un El Dorado... o simplemente ciudades, que pasan por la pátina de oro de una tarde excepcional y que un fotógrafo afortunado recogió para servir de golosina a los posibles visitantes, no está tampoco mal; ayuda a nuestras ganas de viajar. Y no es que la realidad sea siempre más prosaica que la imaginación, que muchas veces la realidad supera con creces a lo imaginado, sino que tendemos a recordar y reproducir de los espacios y la vida selectivamente de acuerdo con nuestros gustos y expectativas. Pero como ocurre, además, según algunos, que las cosas suceden en la medida de la fuerza de nuestro deseo, de la misma manera que no está enfermo más que el que quiere (y ojalá fuera cierto.... que ahí andamos todos tratando de creérnoslo), quién sabe si esta misma tarde las bajas presiones no hacen una visita a la zona y montan con sus lluvias un panorama adecuado para mi paseo.

Después me di una vuelta al final de la tarde y sí, allí arriba podrían habitar los vampiros, casas de piedra en los altos -descendientes de turcos y cristiano y un vejete que quiso charlar conmigo chapurreando su italiano-, y sobre ellas, dominando la colina, la sombra de un antiguo castillo en cuyo interior se movían sospechosas las sombras. Lo recorrí en silencio. Esto sí se parecía al escenario de la película de Dreyer.

Después fue bajar apaciblemente por las empinadas calles de piedra recogiendo alguna instantánea. Y más abajo comprobar cómo la antigua tradición turca de charlar sentados con los otros junto a una bebida, se cumplía aquí generosamente, igual que se cumplía en las tierras helénicas, también aquellos buenos frecuentadores de bares cuando la penumbra empieza a adueñarse ya de la ciudad.

Ese manto de armiño

Saranda (Albania), 24 de septiembre
Sobre el puente del Drina (Ivo Andric), puente de piedra de construcción otomana, pasan los años en forma de siglos ya, se ciernen sobre él las inundaciones de los malos tiempos, cuando el invierno bruscamente recoge las aguas de la montañas en abundante cantidad y las encauza por donde puede, y entonces los pueblos, los sembrados, los almacenes de grano, todo, queda sepultado por las aguas, incluido el propio puente que sólo deja ver la parte alta de sus arcos; ve pasar sobre su sólida construcción los ejércitos de uno y otro signo, las distintas creencias, judíos, musulmanes, cristianos, ortodoxos; el acecho de los levantamientos bosnios contra la dominación turca; incluso en la última década los aviones del imperio del Oeste, americanos e ingleses, convertidos en salvadores del mundo, se abalanzan sobre la región de la misma manera que lo hicieron los ejércitos de los sultanes siglos atrás.
Habré de acercarme a ver el puente. Después de que atraviese Montenegro. Quisiera ver el polvo, ese manto de armiño que ha de cubrir sus sillares...
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Ese manto de armiño que cubre los objetos,
ingrávida ceniza migratoria
aventada a las cuatro esquinas del planeta,
ese leve tumulto de partículas
que tiembla en las aristas de la luz,
serrín que precipita lo que existe,
es uno de los modos enigmáticos
con que se muestra el tiempo a nuestro asombro
...
mota de eternidad que se aposenta
sobre el vuelo del aire y perpetúa
su caricia en el mundo más remoto,
porque nada se pierde ni malgasta,
sólo este torbellino nos cambia de lugar,
bagatelas errantes,
bagatagelas.
(Carlos Marzal, Metales pesados)
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Ayer visité las ruinas de Butrint, el manto de armiño que cubría sus sillares, el teatro, el baptisterio, la basílica, los restos del acueducto, la acrópolis, el alcázar que mandara construir Ali Pasha, el Napoleón Musulmán, en lo alto de la colina. Más de dos mil quinientos años de historia en el reducido espacio de una península de unos pocos kilómetros cuadrados. Un espacio que satisface tanto las necesidades de los amantes de paseos por la naturaleza como la de aquellos interesados en los asuntos de la historia. Siguiendo la línea de la tradición homérica la ciudad fue fundada por Helenus, el hijo de Priamo, tras la caída de Troya, en torno al siglo XIII a.C.; después la visitaría Eneas de camino para Italia. Los primeros restos arqueológicos son del siglo VIII a.C. La zona vivió el esplendor romano cuando César y Augusto crearon aquí una rica colonia a la que se accedía por un largo puente de piedra sobre el que se levantaba también un acueducto; sufre el acoso posterior de los vándalos, enfrentamientos entre normandos y Bizancio, Venecia, los turcos, se convierte en una aldea de pescadores y en el siglo XIX vuelve a ver mejores tiempos con Ali Pasha. Pretigia el lugar las visitas de Lord Byron y Gerald Durrel, que narra algunos hechos en Mi familia y otros animales.
Y así todo, desde el puente sobre el Drina, a Butrint; de Borobudur en Java, al Gran Zimbabwe, a las ruinas de toda Grecia; una obviedad sobre la que es difícil pronunciarse de puro manoseada que está, pero que de vez en cuando cae sobre el viajero con una fuerza que los versos de Carlos Marzal en esta ocasión terminan por poner en el lugar que corresponde, hoy a esa parte importante de nuestra afanosidad, por el sencillo método de ponernos delante de las narices la escueta realidad del tránsito del tiempo, que suena siempre a aquella cantinela de las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre.
Vivimos como si fuéramos a hacerlo eternamente; acumulando como si el resultado de nuestra acumulación fuera a acompañarnos indefinidamente después de que la barca de la muerte venga a buscarnos para darnos un paseo por un infinito similar al de las arenas del desierto. El esplendor de Butrint en la época romana debía de ser muy superior a esta ciudad próxima de hoy, Saranda; ni mejores ni peores tiempos, acaso. El espacio personal y social que los habitantes son capaces de encontrar en las rendijas del tiempo que les ha tocado vivir. La tierra queda sembrada de nostalgias, de delirios de grandeza, de locura, de amor... y es hermoso recorrerla y leer el paisaje urbano y agrícola como si éstos fueran un libro en donde el tiempo va escribiendo uno a uno cada renglón de su escritura. El suelo albanés, tras la dictadura de Hoxha, quedó sembrado con más de setecientos mil bunkers, que por su carácter indestructible, hormigón y hierro como para dar de comer a un regimiento, jalonan el paisaje dando a éste la pizca de ironía que el tiempo inevitablemente viene a poner en las cosas, ese manto de armiño que se posa sobre él y las cosas y que nos habla de lo efímero de nuestro ser: bagatelas errantes, bagatelas. La gente ahora no sabe qué hacer con ellos, esos mamotretos de cemento y hierro, de los que tanto abundaban también en España hace medio siglo; los pintan, los llenan de plantas... y la última generación de jóvenes encuentra en su oscuro interior un lugar donde perder de la virginidad, hacer el amor alejado de la mirada de los curiosos. Todo un símbolo, acaso, convertir un bunker en un nido de amor. Una sabiduría que habla excelentemente de nuestra capacidad para reciclar los continentes dándoles una función más acorde con nuestra necesidad de felicidad.
Tanto el puente sobre el Drina, como Butrint, como este paisaje de Saranda lleno de esqueletos de hormigón abandonados, que es esta ciudad, y que quizás nunca lleguen a concretarse en viviendas o en edificios terminados, son hoy, como casi todas las cosas, una metáfora de la vida. Si viviéramos como los huiliches de la isla de Chiloé, en Chile, que levantan sus casas para que duren no más de una década, periodo al final del cual se construyen otra más allá donde puedan seguir cortando más leña para el invierno; o si hubiéramos vivido como los nómadas, recolectando y buscando la caza siempre en un lugar al otro lado de las montañas, no habríamos construido este hermoso mundo que habitamos, no tendríamos el esplendor de nuestra cultura, etc., así que no es posible caer en la simplicidad de predicar simplemente una vida sencilla, que aunque tantas cosas positivas puede traer también, no habría conseguido lo que, pensando la vida como una eternidad, provoca en el hombre el deseo de la creación de obras que le superan mucho más allá de donde dura su existencia. Por ello es necesario que al menos una parte importante de la humanidad viva como si fuera a existir eternamente; esa ambición, aparte de dar salida a requerimientos internos, hace posible que el efecto acumulativo de la creatividad y la cultura, dé lugar a una civilización que puede tener los años tan contados como el puente sobre el Drina o la ciudad de Butrint, pero que es capaz de encontrar una motivación para seguir viviendo. Sólo que de vez en cuando es bueno recordarse a uno mismo que ese manto de armiño que cubre los objetos, una bagatela en definitiva, nosotros mismos en el tiempo, son el enigmático modo en que el tiempo, no mucho, nos hace ver la ligereza de la vida.

Nos han robado la vida

Saranda (Albania), 22 de septiembre

(Todas las imagenes a excepcion de la segunda pertenecen a Corfu, en Grecia)

Carta a mi family:

Hoy desde mi cama se ve el mar. Saranda, al sur de Albania. Una novedad muy agradable desde mi acostumbrado despelote de después de la comida, que no le cupo en mucho tiempo tanta gracia; esos hábitos de vagar en la penumbra de la cabaña hasta que el atardecer venía a tirarme de la hamaca y a quitarme el libro de las manos; o en otros muchos lugares del mundo hasta que los ojos me hacían chiribitas y tenía entonces que dar un paseo por el lugar que cupiera en ese instante, el jolgorio de la muchedumbre hindú, la negritud de alguna ciudad de África, o la hospitalidad de un paseo junto al mar en la isla de Java o Borneo. Hoy no, hoy está el mar, el espléndido mar frente a mí, la lejana línea de la costa que, allá, unos kilómetros delante de mí tuerce como la punta de enorme ancla (algo menos poético que aquello de la curva de ballesta del río Duero... pero es que don Manuel era don Manuel) para desvanecerse en las aguas del Adriático, que en este instante lucen una luminosa estela que campanillea sobre el agua.

Corfu

Saraban (Albania)

Me tenéis que perdonar, pero vuelve a sucederme; el otro día empecé una carta para Guille y según rodaba ésta terminó convirtiéndose también en unas líneas para mi blog; y hoy me parece que sucede otro tanto de lo mismo. ¿Sabéis que pasa?, que lo que va apareciendo ahí es un poco desde hace tiempo el testimonio de que existo, pienso pero el pensamiento no se desvanece al cabo de unos minutos, sino que toma forma y queda ahí, de cuerpo presente; en cierto modo da testimonio de mis días, te levantas por la mañana y miras el día anterior y dices: jo, pues no está mal; vamos que se confunde lo que escribo con lo que vivo, y más, lo que escribo tiene más posibilidades de durabilidad que lo que sólo pienso, que se me olvida al cabo de un rato. Y no es que busque perdurabilidad, polvo eres, etc., sino que el juguete de la vida se amplía, no sólo en lo que tienes delante sino en lo que vas fabricando día a día, a veces ideas que son ambiguas y que en el hecho de rodearlas con el trazo del boli, se hacen más presentes, de perfiles más nítidos; hay quien se pasa muchas horas mirando la tele o contemplando en el periódico la alineación de su equipo preferido para el partido del domingo, y otros, como me sucede a mí, que gustan remirar el trayecto de sus pensamientos en la escritura.

Es interesante eso de que existimos en lo que hacemos. A Guille, cuando de tanto en tanto le leo en antiguas correspondencias (me traje todas y ojeo últimamente algo de la de Asia del año noventa y nueve), existe en sus especulaciones sobre el arte y la lengua, en su mucho merodear por la música y la literatura; Mario existirá siempre en su letárgico encuentro con los libros y los exámenes, aunque en mucha mejor medida en su entusiasmo y su encuentro con los elementos, allá en las alturas de Valdemanco; Lucía existirá igualmente, aunque de vez en cuando el ánimo le haya andado un poco bajo, en ese montón de experiencias que de la mano de su Quique va teniendo, y en lo mucho que me seguiré metiendo siempre con ella.

Y si no me creéis que estas cosas sean ciertas no tengo más que sacar a colación a un brillante ilustrado que me hacía compañía últimamente, el señor Montaigne (al que por cierto le robé el otro día una cita asignándosela a Pamuk, esa mujer que gritaba alabando a Dios porque había sido saciada sin cometer pecado. El que tiene boca...), que se extendía largamente en algún lugar (no recuerdo dónde) sobre esa idea de que existimos en nuestros actos, de donde se deduce que si existimos en lo que hacemos con más razón habremos de existir, digo yo, en las palabras impresas como resultado de nuestros actos; que así hasta un futuro nieto lector podría un día interesarse por las elucubraciones de un abuelo (

J) un poco loco.

Hasta aquí tres párrafos de proemio; no está mal; primero para justificar que no os escriba directamente y que en su lugar os haga llegar estas líneas, y segundo para deciros a dónde he ido a parar hoy y lo bien que se está viviendo la sopa boba de un recién comenzado otoño en las riberas del Adriático; no ya las neblinosas montañas de las que huí ayer mismo, y que amenazaban con comerme el tarro con su ramalazo de melancolía. Hoy, pese a que tenga que entenderme con señas y que haya tenido que vagabundear por la ciudad no menos de dos horas para conseguir un cajero que funcionara, la cosa se presenta mucho más amable. ¡El sol! la culpa la tiene el sol y la suave temperatura. ¿Cómo podrá vivir todo el año esa gente que habita lugares por encima del paralelo de Helsinki sin que se les arrugue y se les ponga mustio el ánimo?

Por cierto, aunque no venga al caso, me acordé sin más, ¿sabéis que son los zaragüelles? Se metió la carta en los zaragüelles, leía el otro día. La palabra tiene una sonoridad especial que me encanta; y la Gorda debería reconocer que aunque no le guste ese tanto mirar de ellos o ellas allá los zaragüelles, eso no invalida la gratificación que ello produce.

Y más, hoy me surgen algunas preguntas y cómo estoy más solo que la una, aquí las meto; eso, aunque no venga a cuento. Y es que si no lo hago así después se me pierde o me olvido de ello. Hay una idea a la que no termino de poner de pie de ninguna manera por más que use de las palabras. Se trata de lo siguiente: un personaje, un árbol, defiende que a la gente le resulta más placentero mirar la imagen de un árbol que un árbol en sí, un argumento que servía a los ilustradores del Imperio Bizantino para substraerse a las innovaciones técnicas de los venecianos que empezaban a usar la perspectiva. Y el árbol, más adelante, para dar más empaque a sus argumentos, afirmaba, además, que de haber sido tomado por un árbol auténtico cualquier perro se le hubiera meado encima, razón por la cual decía no querer ser un árbol sino su significado. ¿Quién no se acostó alguna vez con una mujer que no era una mujer concreta (y el que diga lo contrario, por supuesto que miente), que igual podía llevar velo, que atravesar su moño largas agujas de tricotar, que vestir un hábito de monja, que ostentar sólo como señas de identidad un bonito cuerpo? ¿Qué pasa?, ¿es pecado hacer estas cosas? Y seguro que no necesariamente hay que acostarse, de la misma manera que los árboles no sólo sirven para hacer muebles o alimentar el fuego de la chimenea. Recuerdo una vez que me reprocharon, porque, decía ella, le había parecido en aquella mañana que había estado con una mujer cualquiera (lo que no era cierto). Interrupción, ¿una manifestación? bocinas a montones interrumpiendo la paz del paseo marítimo a la hora de la siesta. Me visto con una toalla y me asomo al balcón: una boda. Aplausos. Si a ella, la novia, le contara estas cosas, que pueden suceder, en día tan especial, lo mismo me daba un trancazo con el enorme ramo de rosas que lleva de la mano. ¿Habrá alguien que aclare alguna vez estas contradicciones, que no solamente las personas de carne y hueso tienen derecho a la vida, que también las otras, las que viven en nuestra imaginación, las que tienen la forma de nuestros deseos, las que alumbran algún trozo de camino en la oscuridad, las que resumen en sí mismas retazos de belleza insospechada, son también parte real del mundo que habitamos? La paz y el placer de mirar y pensar en esa mitad de la población que puebla el mundo... Pero si no es otra cosa que fluído biológico, dirá alguien. Ya, y qué. Incluso aunque fuera así, no por eso iba a dejar de ser bonito mirar en torno a los zaragüelles, seguir con los ojos el caminar de las mozas, o escuchar el suspiro que se entrevé en la mirada de ella cuando baja del tren y se acerca con los brazos abiertos a ese hombre que le está esperando con la sonrisa en los labios. Lo femenino está abocado a ser una permanente fuente de placer para nuestros sentidos, eso que la cursilería decimonónica denominaba el eterno... etc.

¿Qué por qué os cuento estas cosas a vosotros? Ni idea. Y menos hoy que de lo que debía de hablar sería de Albania, de cómo, por ejemplo, esta mañana nada más entrar en el puerto de Saranda, me vino a la cabeza ese "nos han robado la vida" que escribía Carlos Taibo en su obra Crisis y cambio en la Europa del Este, relatando cómo una mujer moscovita, que en los años setenta había viajado a algunas ciudades alemanas, lo expresaba con apasionamiento; algo que respondía a la abismal diferencia que veía entre el mundo del que venía y ése de una Alemania moderna y bien organizada. El mundo era tan diferente en éste último país, que bastaba abrir los ojos para comprender los errores del sistema político y económico que había hecho posible el atraso que sufría su país. Ese misterio que se cernía en décadas atrás sobre los impenetrables Países del Este, las restricciones de entrada, el control policial, la rigurosa organización por parte del sistema de cualquier viaje, revela en la actualidad, en este primer contacto ocular, qué era lo que realmente escondía ese largo periodo de oscuridad y represión. La toma que hice ayer de la ciudad de Corfú, una bella ciudad histórica que rentabiliza con el turismo su entorno estratégico, cuando el barco se aproximaba a tierra, y lo que ofrecía esta mañana la ciudad de Saranda, edificios grises de varios pisos dando la bienvenida al viajero, estructuras de hormigón a medio terminar, es en sí mismo un documento que muestra algunas diferencias evidentes de los sistemas bajo los que ambas ciudades han vivido.

Probablemente erais muy pequeños vosotros para que recordéis nuestro paso por aquellos paisajes humanos que visitamos en los años setenta, la antigua Checoslovaquia, donde un supermercado era una enorme nave semivacía, Yugoslavia, donde nuestra furgoneta familiar estuvo a punto de sucumbir después de que un mecánico turco ya le hiciera un arreglo de emergencia, Bulgaria, donde apenas pudimos parar y atravesamos como fantasmas en la noche porque el visado caducaba en cuarenta y ocho horas. Albania era impenetrable en aquella época. Un país que ha vivido en otra dimensión. Me entiendo con señas. Sólo en el hotel hablan un poco inglés. Es la primera vez que me pasa después de dar media vuelta al mundo. ¿Cuántos aspectos de la vida personal y social quedan bloqueados, no solamente aquellos económicos, cuando un grupo político, un dictador, intenta enmendar la plana al mundo y hacer un experimento de laboratorio con las poblaciones de un puñado de países? Un país que en las condiciones normales podría ostentar un nivel de vida no muy diferente del de Grecia, que podría tener un alto nivel de ingresos por el turismo debido la belleza de sus lugares naturales, de sus playas, se encuentra totalmente apartado de los circuitos turísticos, entre otras cosas porque carece de una adecuada infraestructura hotelera; algo muy propio de un país que permaneció durante décadas aislado en el corazón de Europa como una reliquia de la ideología stalinista. Precisamente, ahora acaso, uno de los principales motivos de visitar este país sea comprobar en qué consistía aquello que durante tantos años mantuvo en la oscuridad este territorio.

La verdad es que vuelve a hacer calor. Lo cual me alegra, mejor que el otoño espere un poco. Hoy, cuando al fin pude encontrar el dichoso cajero y me vi con dinero en el bolsillo, me metí en un chiringuito. Aquí de nuevo puedo comer en restaurantes, cosa que en Grecia fue casi prohibitivo para mi presupuesto. Pues bien, junto a las mesas estaban asando un cordero entero. Espeluznante mezcla de pensamientos. El cordero estaba empalado de la misma manera que el personaje de la novela de Ivo Andric, que contaba el otro día. ¿Qué media entre el estremecimiento que me produce el relato, y la visión de este animal ensartado sobre una barra de hierro que da vueltas sobre las brasas de carbón de encina? ¿Sólo la concomitancia del hecho de estar empalado? ¿Cómo nuestras relaciones con las personas y los animales son tan diferentes en función del hábito, la cercanía, los lazos que hayamos establecido con ellos? No comí muy a gusto hoy teniendo delante aquel cordero empalado. Sin embargo, lo que son las cosas, sí me fijé en cómo extendían la brasa todo a lo largo por debajo, en la altura a que éste giraba, en el modo en cómo le habían cosido para que girara de una manera homogénea. Lo recordaréis, ya hablamos alguna vez de asar un cordero en casa, y nunca llegamos a hacerlo porque nos pareció difícil o engorroso. Ahora ya no hay disculpa, la próxima primavera, cuando llegue la ocasión y la campana haya de repicar desde lo alto de una rama de un olmo en El Chorrillo con la buena nueva, sabremos cómo preparar un buen cordero a la manera de los tiempos de Obelix. Espero que para entonces me haya olvidado de la novela de Andric.

Y nada más por hoy. Sí, la extraña voz del muecín que irrumpe en este momento desde las calles de la mezquita próxima. Una curiosidad más escuchar en Europa esta voz cansina que canta los versos del Corán. Es mi primer día en los países Balcánicos, unos pocos contrastes ya para abrir el apetito.

Ya os he visto en la foto lo guapos y el buen aire que respiráis. Un beso a todos. Os quiero.